La mirada desde el Puente Romano invita a la contemplación y reflexión. El ochenta por ciento de su paisaje es cielo y río. El paso del agua, normalmente con mansedumbre, genera un efecto hipnótico. La vegetación se mueve al ritmo de la corriente y es un lugar de tránsito de numerosas aves acuáticas. Son, todas ellas, las que provocan la atmósfera más canora de la ciudad, dando lugar a un espacio de escucha.

Paisaje cambiante, rumor acuoso, el paseo o la mirada detenida desde el puente no deja a nadie indiferente. Durante los meses fríos se convierte en un punto de paso, en las tardes y amanecidas, de los estorninos y grajillas que forman grandes nubes de unas coreografías en vuelo francamente hermosas. A su vez, la noche genera rumores entre las ramas, movimientos ocultos que sólo rompe en ocasiones el ulular del cárabo o la aparición de las lechuzas que habitan en los edificios patrimoniales.

La calidez de las temperaturas devuelve la clorofila al bosque de ribera que ampara el paso del Tormes. Y, en esta crónica breve, no hay que dejar fuera la lluvia. Refugiarse bajo un paraguas y ver caer agua sobre agua, cuando se forman infinitos círculos concéntricos sobre el Tormes, es una experiencia por compartir.